miércoles, 3 de junio de 2009

Unas palabras preliminares

No vamos a empezar sin antes hacer una apología (o cuando menos sin dejar claro un deseo de hacerla) de la institución/comunidad a la que debemos nuestra primera apertura de ojos al mundo del cine. Acaso sean hoy objetables varios de sus aspectos, sobre todo en lo que atañe a su administración y a una centralización del poder que creemos representa un menoscabo para su existencia presente y, sobre todo, futura. Pero nos interesa poco este presente, y menos aún ese futuro, en relación a su pasada obra en nosotros. Hoy, individualmente, podemos prescindir de ella tanto como el cine puede prescindir de nosotros, pero sólo porque hoy estamos hechos de su cine, y somos formas vivientes de la Cinemateca que, eventualmente (no nosotros específicamente, mas si parte de su público) harán su propio cine y acaso hasta su propia institución. Lo cierto es que la Cinemateca es un anacronismo, y en este hecho encuentra su propia Némesis antes que en tal o cual forma de administración interna, y de seguro será el público (siempre es el público) la causa de su muy probable extinción. Mas nosotros somos un público que cree tanto que el pasado echa luz sobre el futuro como que el futuro echa luz sobre el pasado y, de este modo, admiramos lo que la Cinemateca tiene de anacronismo desde la actualidad y admiramos una actualidad que acaso reniegue de la Cinemateca, sólo desde ella.

Esta institución es dueña de un siglo de arte; muy raro es esto tanto aquí como en el resto del mundo, y no es una exageración decir que lo que el Museo del Louvre es a el arte “plástico”, la Cinemateca lo es a la fotografía en movimiento, que es también, por cierto, en gran parte un arte plástico. Debería erizarnos el espíritu poder decir: “un Musée du Louvre en Montevideo”, debería indignarnos no poder decirlo. A nuestro Louvre, pues, nuestro tributo.

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